domingo, 18 de marzo de 2012

COMO ESTE MARTES 20 COMIENZA EL CURSO DE FILOSOFÍA MÁS LIBRE QUE HAY, CONVIENE RECORDAR QUE....

De Magistro.


El título de este pequeño artículo no es, evidentemente, algo original. Muchos filósofos -Santo Tomás entre ellos, y con ese título- se han ocupado de "el que enseña". Muchos han sentado en ese caso las bases de una filosofía de la educación.
Nuestras pretensiones son más modestas. No se trata éste de un ensayo estrictamente académico ni de una filosofía de la educación bien sistematizada. Sólo son reflexiones más o menos sueltas, fruto de la con¬templación de la propia experiencia. Tal vez algo verdadero surja de ello. Veamos.

El aprender significa la incorporación libre y voluntaria de un conocimiento vital. Inteligencia y voluntad están presentes en el proceso. No basta entender -que puede incluir la memoria, pero nunca al revés-; debe quererse lo que se entiende. Porque el que aprende es la causa principal de su aprendizaje; luego, si el que supuestamente va a "aprender" no quiere hacer lo, no lo hará. Y esto es así por más que los sistemas de calificaciones -casi intrínsecamente dañosos- den la apariencia de lo contrario. Por eso hemos dicho "vital".

El que aprende incorpora lo adquirido a su propio ser. Implica, por tanto una transformación vital. Si no, no hay aprendizaje. Puede haber repetición, nota, aprobación. Pero no aprendizaje. Si la propia vida no está comprometida, no hay aprendizaje. Puede haber adiestramiento. Como en un animal. Pero no incorporación de un conocimiento o una virtud a la propia vida. Esto últi¬mo ocurre cuando el que aprende capta la relación de lo que va a aprender con su propio proyecto vital. Allí se dará el "querer" aprender, condición necesaria para el aprendizaje.

El que enseña, si quiere ha¬cerlo, debe "aprender lo que es enseñar". De lo contrario, no puede enseñar. Puede, eso sí, pararse en un recinto con unas cuantas personas delante, hablar, gesticular, amenazar, coac¬cionar, exigir que se memorice tal cosa, aprobar a los que lo hacen, y desaprobar al resto. Y cuantos más desapruebe, este supuesto maestro lo considerará, generalmente, un gran éxito. Es, sin embargo, el completo fra¬caso de lo que es enseñar. Pero se vive en la ilusión de lo contrario.

El que enseña, en primer lugar, debe querer hacerlo. Igual que el que aprende. Para querer enseñar, debe amar a las perso¬nas que tiene delante. Por el solo hecho de ser personas, y que además quieren aprender. No hay técnicas, no hay carrera de "ciencias de la educación" que puedan proporcionar ese amor. Hay técnicas para volver a ese amor eficiente, pero no para colocarlo en quien no lo tiene o no quiere tenerlo. El que es maestro mira a sus alumnos con afec¬to. No se envanece por ello, porque si lo hace se ama más a sí mismo, y deja de enseñar para comenzar a lucirse. El que enseña ama a sus alumnos de igual modo que el carpintero hace muebles. Es su oficio. Así de simple.

El que enseña no puede obligar a nadie a escucharlo. De lo contrario, no enseña. Además, presta mucha atención a las preguntas de sus alumnos. Es clave. Dialoga con ellos sin solemnidades adicionales a la misma y paradójica "cosa seria" que es el afecto sincero. Toda pregunta es importante para el que la hace, y por eso es importante. Y algo básico: el que enseña no impone sus ideas, no amenaza, no produce temor. De lo contrario, no enseña.

El que enseña dice lo que considera la verdad. Y sabe que el temor es contradictorio con la adquisición de la verdad. Sabe que la verdad sólo puede adquirirse en el ambiente afectuoso y pacífico de un diálogo sincero. Y sabe que aún cuando el otro piense distinto, eso no lo hace menos digno del que piensa igual. Además, el que enseña se deja enseñar. Sabe que una pregunta puede mostrarle un error, y enseñará si sabe autocorregirse. En cualquier caso, enseñará sólo si se mantiene fiel a lo que piensa. Y fiel a su afecto.

El que enseña no espera que sus alumnos digan exactamente lo que él dice. Tampoco espera que en el futuro sus alumnos compitan a ver quien repite mejor sus escritos y se peleen por interpretaciones distintas. No. Más bien, espera que sus alumnos lo superen; espera que digan más que lo que él dijo. Espera que sus ideas sean semillas de árboles frondosos; árboles que él no imaginó, pero que lo emocionarían al ver lo que sus alumnos pudieron lograr porque él un día los miró con afecto.

El que enseña ve los exámenes y las notas como un último recurso que alguna vez debería eliminarse por completo. Hasta entonces, mejor que todo eso le resbale. Porque el que quiere aprender aprenderá; el que no, no. No hay planilla, inspector, sello o libro de actas que pueda sustituir el auténtico y libre proceso de aprendizaje. Y menos, no hay estado que pueda hacerlo. Porque coacción y aprendizaje son tan compatibles como el odio y el amor.

El que enseña, enseña a ser libre. Odia los curriculum en las conferencias y quiere que todos vean su camino abierto y posible. No se pone por encima de los demás porque es consciente de la limitación del conocimiento y que él es un carpintero del pensamiento.

Y la suprema enseñanza es mostrar el camino que lleva a Dios. Si no, no se enseña.

1 comentario:

Monica Salerno dijo...

Gabriel no sabes cuanto lamento vivir tan lejos y que haya tanta inseguridad como para que volver hacia el centro para tomar una combi para Lobos resulte peligroso ¡ ¡ ¡ ¡otro año que me pierdo tu curso ¡ ¡ ¡ con la falta que me haria. Un abrazo ,seguirte en el blog menguará la frustración