domingo, 13 de septiembre de 2015

IGLESIA ACTUAL: UN INÚTIL DIAGNÓSTICO Y SÓLO UNA ESPERANZA.

Estamos a pocos días de que el Cardenal Burke agarre a Francisco de su pontificia sotana y le tire un puñetazo al estilo John Wayne, y que Francisco le responda tirándole un bandoneón por la cabeza. No, claro, así no va a pasar: las internas de la Iglesia tienen aspectos menos visibles pero sí más profundos.

Creo que muchos asistimos a la situación actual con cierta perplejidad. ¿Qué está pasando? ¿Es Francisco el revolucionario total? ¿Es él mismo un Concilio Vaticano III? ¿Cambiarán aspectos de la doctrina que hasta ahora se consideraban esenciales? Y en ese caso, ¿qué hacer?

Y, por supuesto, no nos estamos refiriendo a temas totalmente contingentes a los cuales Francisco, como Sumo Pontìfice, tiene todo el derecho de modificar, sean los trámites de nulidad, o la delegación del perdón del aborto a presbíteros diocesanos, etc. La cuestión es, ante otros debates que Francisco ha dejado aflorar (¿y está mal?), hasta dónde van a llegar ciertos otros temas.

De modo comprensible, muchos han tomado posición absoluta pro-Francisco o anti-Francisco y lo dicen abiertamente, ya sean importantes cardenales o laicos. La imagen es el ruido. Un ruido ensordecedor, una pelea pública como no la había habido en mucho tiempo –en una Iglesia en la cual no es fácil canalizar los disensos internos- ante el cual, en cualquier caso, sea una voz importante o una voz irrelevante, el resultado es más ruido y nada más. En ese sentido el panorama es desalentador también. Dan ganas de hacer silencio, esperar y…. Nunca mejor dicho, que sea lo que Dios quiera y luego seguir la propia conciencia en medio de la mayor perplejidad y desolación intelectual y moral.

Por ende, ¿qué hago yo escribiendo esto? No sé. Asumo la contradicción existencial en primer lugar. Debe ser un hábito de intento desesperado y fútil de poner orden con el pensamiento.

El asunto es, claro, que todo esto no pasó de un día para el otro. No estaba todo bien, en calma, y de repente Francisco se puso a hacer lío como le gusta. Creo que es necesario un diagnóstico. (De vuelta: ¿para qué miércoles sirve que yo me ponga a diagnosticar? Ni idea).

Cuando Benedicto XVI asumió su pontificado, uno de sus discursos programáticos fue el 22 de Diciembre de 2005, sobre el Concilio Vaticano II. Intentó poner las cosas en su lugar.

¿En qué lugar? Ah, esa es la cuestión.

A partir de Gregorio XVI y Pío IX, el magisterio asume ante la modernidad una posición de rechazo casi total, y decimos casi sólo porque personas como Dupanloup se salvaron por milagro –o sea, un misterio en la mente de Pío IX- de la guillotina magisterial. Pero igual, esa puertita que quedó abierta fue casi nada, excepto un casi nulo refugio donde algunas pocas personas se sentaban a tomar aire. Por lo demás, la Iglesia se cerró como una estación espacial. Afuera, en el espacio, pasaban los asteroides del mundo iluminista y moderno, que, claro, no eran lo mismo, pero el discernimiento no era posible dentro de la estación. Los intentos de asimilar lo bueno de la modernidad fueron callados de un hondazo (Rosmini) y los demás quedaron en una relativa soledad que el moderado León XIII supo respetar.

Así las cosas, durante décadas, la estación se llenaba de dióxido de carbono pero afuera también. Afuera, las ondas electromagnéticas eran muchas. Estaban los católicos que seguían asumiendo las cosas buenas de la modernidad –los derechos personales, la sana laicidad, la libertad religiosa, una democracia cristiana-. Durante mucho tiempo se los echó a galaxias distantes pero Pío XII, finalmente, les abrió algunas puertitas.

Eso, as su vez, se mezclaba con lo peor de la secularización del iluminismo. O sea, el divorcio entre razón y fe. La fe comenzó a ser cada vez más un bello adorno en una bella e inútil estantería y finalmente una fe sin importancia real se filtra en los viejos muros de la nave. En realidad, para casi nadie, creyentes o no, la fe importaba. No es cuestión de estadísticas. Como horizonte cultural, la Trinidad, la Encarnación, el Pecado Original, la Redención, el perdón, se seguían declamando y repitiendo por los creyentes pero lo que importaba, realmente, eran otras cosas. Eso es lo esencial del inmanentismo del iluminismo. Los temas sociales tomaron la delantera y lo bueno de la modernidad se mezcló con dicho inmanentismo.

Esto intenta explicar por qué, en los 50 y los 60, incluso dentro de la Iglesia, los temas de moral sexual comenzaron a ser los más discutidos. Que el sexo sea, para los creyentes, algo sagrado, que está por ende elevado a un sacramento, se entiende desde la Fe. Con un acompañamiento en la razón, claro, en un “creo para entender y en un entiendo para creer”, pero no en una ley natural racionalista que muchos católicos blandían contra el mundo perverso. Lo que quiero decir es: no es casualidad que junto con los buenos recordatorios del Vaticano II, esos a los cuales Pío XII había abierto las puertas, se comenzara a vivir en la Iglesia un ambiente donde el modo de hacer teología fuera una fe sin razón (1) que conduce a una fe sin importancia donde, a su vez, los temas de moral sexual, al dejar de ser vistos desde la Fe, comienzan a ser vistos como muy escandalosos: imposibles para los creyentes y ultraridículos para los no creyentes. Que los temas más debatidos actualmente, dentro y fuera de la Iglesia, sean los que tienen que ver con lo sexual, es fruto del divorcio entre razón y fe, fuera de la Iglesia Católica por supuesto, pero dentro de la Iglesia, también.

Pero, como dijimos, los temas sociales habían tomado la delantera, como los que verdaderamente importaban, y además Marx penetró en la Iglesia desde el mismo momento donde importantes creyentes se acostumbraron a tomar la teoría de la explotación laboral como “lo bueno de Marx”. Por consiguienteotro asteroide golpea a la estación y la penetra de un modo singular. La teología marxista de la liberación, desde los 60 hasta hoy, es imparable. Pablo VI no supo hacer nada y luego JP II y Ratzinger tratan de frenarla. Se ponen heroicamente delante de la locomotora y son sencillamente pasados por encima. Todo inútil.

Ante este panorama, algunos católicos, que comienzan a ser llamados conservadores pero SIN de ningún modo estar alineados con Lefevbre –la reacción contraria- se sienten bien mientras JP II y Ratzinger, solos, hacen de superman. Todas sus encíclicas y documentos tratan de poner orden, de frenar los asteroides, pero la mayoría de los tripulantes de la nave maltrecha están ya en otra cosa, el fuselaje hace agua por todos lados pero como los capitanes resisten, aparentemente no pasa nada. Aparentemente. La mayoría de teólogos, sacerdotes y católicos practicantes europeos y etc. hacen caso omiso de la mayor parte de esos documentos y, mientras tanto, las Conferencias Episcopales latinoamericanas se constituyen en un magisterio paralelo. JP II intenta frenarlo en 1979 pero todo es inútil. El documento de 1984, también. Las hipótesis ad hoc no se hacen esperar, y versiones más moderadas se escriben en Sto Domingo y Aparecida, y de esta última Bergoglio es el principal redactor. Pero claro, mientras Benedicto XVI resistía las millones de toneladas sobre su cabeza, algunos pensaban que estaba todo bien. Pero no. Al final se quebró y todo lo que sigue es donde estamos hoy.

Sólo la indefectibilidad de la Iglesia, la Fe en que las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella, es la esperanza. 


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(1) O sea, sin la lectura directa de Santo Tomás de Aquino como teólogo.

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