jueves, 19 de febrero de 2015

CONFERENCIA INAUGURAL DE JAIME NUBIOLA EN LA UNIVERSIDAD DEL ITSMO

Universidad del Istmo
Ciudad de Guatemala
17 febrero 2015



La universidad que la nueva sociedad necesita


Excelentísimo Señor Rector,
Excelentísimas autoridades,
Estimados profesores y estudiantes,
Señoras y señores,


          Con singular emoción tomo la palabra en este acto académico para impartir la lección magistral de inauguración del curso en el nuevo campus de la Universidad del Istmo. Es un honor grande para mí y es también una gran responsabilidad impartir esta lección solemne. Con esta clase extraordinaria —a la que seguirán millares de clases ordinarias con seguridad mucho más importantes—, desearía llegar a sus mentes y a sus corazones para identificar algunas de las principales cualidades de la universidad que —a mi entender— la nueva sociedad necesita.

          Soy filósofo —¡no se asusten!— y me gusta pensar e invitar a otros a pensar. Además, vengo del otro lado del Atlántico y no conozco a fondo la realidad guatemalteca. Realmente no importa mucho para el tema que voy a abordar. No solo es la globalidad una característica de la nueva sociedad, sino que la universidad desde sus comienzos en los siglos XI y XII es —debe ser siempre— una institución universal, como ya su propio nombre sugiere. Desde sus orígenes la universitas magistrorum et scholarium de Bolonia, Oxford, París o Salamanca fue siempre una comunidad formada por maestros y escolares de procedencias geográficas muy diversas cuyo horizonte cultural era toda la Cristiandad, no una ciudad o una región particular. A mi querido profesor Leonardo Polo le gustaba decir que había una sola Universidad y que esta se realizaba en el espacio en los diversos lugares, fueran Bolonia, París, Harvard, Navarra o ahora Ciudad de Guatemala.

          Por eso, —y esta es la tesis de mi lección— lo que la nueva sociedad necesita es que la Universidad del Istmo sea verdaderamente una universidad con todo lo que esto implica. En una genuina universidad hay siempre una sabia y fecunda articulación de tradición y novedad. La tradición venerable puede quedar representada aquí por el traje académico hispánico que llevo, con su toga negra, la muceta de color azul celeste —el color de la filosofía como disciplina— y el birrete con los flecos de doctor. La novedad salta a la vista en el nuevo campus —en el que hoy estamos inaugurando oficialmente el nuevo ciclo lectivo 2015—, con sus hermosas aulas e instalaciones, y se advierte además en sus rostros, en el afán de aprender de los profesores y estudiantes que llenan este salón. Además, cada año la universidad se renueva —en cierto sentido, vuelve a nacer— con las promociones de estudiantes que se incorporan a sus aulas ansiosos por aprender. Si miran a los ojos de los nuevos alumnos descubrirán en su brillo la fuente vital de la universidad.

          Para mi lección me he guiado por algunas enseñanzas de san Josemaría Escrivá expresadas en una entrevista de prensa en octubre de 1967 en Gaceta Universitaria. La entrevista fue incluida en el volumen Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer con el significativo título de "La universidad al servicio de la sociedad actual". ¡Qué bonito el lema que campea en el sello de la Universidad del Istmo Saber para servir! Sin duda es un eco de las enseñanzas de san Josemaría y me parece un buen compendio de todo lo que querría decir en esta primera clase.

          El texto en el que he centrado mi atención se encuentra en una respuesta de san Josemaría a una pregunta acerca de la implicación de los universitarios —profesores y estudiantes— en la política de su entorno social. Entre otras cosas, después de aclarar que —tal como hago yo en esta lección— está expresando su opinión personal, "la de una persona que desde los dieciséis años —ahora tengo sesenta y cinco [decía san Josemaría en 1967]— no ha perdido el contacto con la Universidad", concluía: "La Universidad es el lugar para prepararse a dar soluciones a esos problemas; es la casa común, lugar de estudio y de amistad; lugar donde deben convivir en paz personas de las diversas tendencias que, en cada momento, sean expresiones del legítimo pluralismo que en la sociedad existe" (n. 76).

          Evocar la amable figura de san Josemaría en estos días que se cumple el 40 aniversario de su estancia en Guatemala, me parece particularmente emocionante.

          Teniendo presente las luminosas enseñanzas contenidas en ese texto he distribuido mi exposición acerca de la universidad que la nueva sociedad necesita en tres partes: 1º) la universidad como casa común de estudio y amistad; 2º) la universidad como lugar para prepararse: ansias de aprender; y 3º) el amor a la libertad y al pluralismo, que requiere a su vez la afirmación de Dios en la Universidad como fuente última de una visión integrada y global.



1. La universidad como casa común de estudio y amistad

          Cuando pidieron al científico y filósofo norteamericano Charles Sanders Peirce —al que he dedicado mis últimos veinte años de estudio— que definiera para el Century Dictionary (New York, 1889) lo que era la universidad escribió: "Una asociación de hombres [hoy en día añadiría "y de mujeres"] con la finalidad del estudio, que confiere grados reconocidos como válidos en toda la Cristiandad, tiene un patrimonio, y es privilegiada por el Estado para que la gente pueda recibir una guía intelectual, y para que puedan resolverse los problemas teóricos que se plantean en el desarrollo de la civilización". A renglón seguido proporcionaba una breve historia de las universidades, destacando que solo porque la universidad "afrontaba problemas vitales" tenía derecho a sus altos privilegios.

          Estas palabras de Charles S. Peirce sirven bien para ilustrar lo que quiero decir: la finalidad primordial de una universidad no es —como quizá muchos piensan— el progreso individual de cada uno de sus alumnos, sino su repercusión en la sociedad, su impacto en la resolución de los problemas vitales del ámbito en el que desarrolla su actividad. Esto mismo decía el beato John Henry Newman en 1858 a los alumnos de la Universidad que estaba promoviendo como rector en Dublín: "Porque no sería yo del todo honrado, caballeros, si no les confesara que, con todos mis deseos de que esta universidad sea de utilidad a los jóvenes de Dublín, no les deseo este beneficio a ustedes, solo por ustedes. Por ustedes lo deseo, claro está, pero no solo pensando en ustedes. Los hombres no nacemos para nosotros mismos, como dice el moralista clásico [Aristóteles, Política, 1, 1253a]. Ustedes han nacido para Irlanda y cuando ustedes mejoran, Irlanda mejora". (La idea de la universidad, II, 9, 253-4).

          Esto es lo mismo que querría decirles yo hoy: Ustedes han nacido para Guatemala y cuando ustedes mejoran, Guatemala mejora. Con esta afirmación quiero destacar que el primer gran desafío para esta Universidad —que ahora llega a su madurez con el nuevo campus— es lograr que sea efectivamente esa "casa común", ese "lugar de estudio y amistad", que decía san Josemaría. Si esto se consigue, la Universidad del Istmo será un fermento decisivo para la transformación que la nueva sociedad de Guatemala necesita. Veámoslo con un poco más de detalle.

          Casa común. Una casa común no es solo un espacio físico, sino sobre todo un espacio afectivo y cordial en el que sus moradores —profesores, estudiantes, personal de administración y de servicios— se respetan y se quieren; un espacio en el que hay confianza, en el que las puertas están abiertas, en el que todos cuidan las instalaciones materiales porque las consideran propias, en el que la tarea corporativa se pone por delante del legítimo interés individual.

          Lugar de estudio. Resulta obvio decirlo, pero en la universidad todos han de estudiar, no solo los alumnos que han de rendir exámenes. Desde el rector hasta quienes lleven las tareas de mantenimiento, pasando por supuesto por los profesores y el personal administrativo. En las mejores universidades los profesores estudian —no se conforman con lo que ya saben—, y todos ponen empeño en superarse en su propia parcela de trabajo.

          Esta ha de ser una casa de estudio, esto es, de cultivo de la razón, en la que no solo se cuide el silencio de las bibliotecas, sino que hasta las decisiones de gobierno se tomen siempre por parte de quienes corresponda en cada caso después de haber estudiado toda la información que se precise. Una universidad es un espacio creativo y como empresa que ha de durar siglos no puede estar regida por la improvisación.

          Lugar de amistad. Los años universitarios son la época de las grandes amistades para los estudiantes. También lo deben ser para todos los que componen la comunidad académica.

          Cuando preparaba esta lección tuve ocasión de comentarla con el profesor Francisco Ponz, antiguo rector de mi Universidad y que colaboró también en los primeros pasos de la Universidad del Istmo. Me decía con convicción que era importantísimo que en esta Universidad no solo los estudiantes se sientan queridos por los profesores y adviertan que se busca su bien, sino que han de quererse los alumnos entre sí de forma que ninguno —en expresión de san Josemaría— "pueda sentir jamás la amargura de la indiferencia".

          La cordialidad es la señal distintiva de quienes buscan la verdad. La relación afectuosa con los colegas, las personas que trabajan en los servicios y con los estudiantes puede y debe cultivarse: es preciso aprender a pasar por alto, con magnanimidad, las diferencias que separan y centrar la atención en la tarea que une.

          Viene a mi memoria un letrero pintado con grandes letras rojas que vi en una de las puertas de salida de una gran universidad latinoamericana: "PRECAUCIÓN: REALIDAD DEL OTRO LADO". Quizá los autores querían reprochar a sus profesores o a los administradores universitarios que las enseñanzas que impartían en las aulas no les capacitaban para la realidad del mundo en que les tocaría ejercer su profesión. Pero a mí me pareció ver en ese letrero una sugestiva invitación a trabajar para que en el recinto universitario, en las relaciones entre los profesores, empleados y alumnos no se reprodujera miméticamente la violencia que aquejaba lamentablemente a una parte importante de aquella sociedad. Lo mismo podría decirse de Guatemala: si en algún lugar es posible escucharse y quererse unos a otros ese lugar es —ha de ser— esta Universidad.


2. La universidad como lugar para prepararse: ansias de aprender

          En la puerta de mi despacho en la Universidad de Navarra tengo puesto un letrero para animar a la gente a que entre. Son unas palabras de Charles S. Peirce que encontré en la puerta del despacho del profesor George Boolos en el MIT hace muchos años: The life of science is in the desire to learn, esto es, "La vida de la ciencia está en el deseo de aprender". Me refería antes a las ganas de aprender tan visibles en los ojos de los nuevos estudiantes y quiero mencionar ahora la necesidad de que los profesores estén permanentemente aprendiendo para poder enseñar mejor a los alumnos.

          Hace algunos años me impactó la lectura del libro de Ken Bain What the Best College Teachers Do (Harvard University Press, 2004). El núcleo de su investigación había consistido en el análisis de las prácticas docentes de un grupo de sesenta y tres profesores universitarios norteamericanos, elegidos no por el número o el impacto de sus publicaciones científicas, sino por el efectivo influjo que con su enseñanza habían tenido en la vida de sus estudiantes. Por supuesto, los mejores profesores saben mucho de su materia, pero su rasgo más distintivo es que están interesados por encima de todo en que sus alumnos realmente aprendan y para lograr esto están dispuestos a cambiar sus métodos, sus actitudes y todo lo que sea preciso. "Buscamos personas —explica Bain al principio de su libro— que sí pueden conseguir peras de lo que otros consideran que son olmos, personas que ayudan constantemente a sus estudiantes a llegar más lejos de lo que los demás esperan".

          Como describió hermosamente el poeta William B. Yeats, "educar no es llenar un vaso, sino más bien encender un fuego". Los mejores profesores son siempre encendedores del afán de aprender de sus estudiantes. Los buenos profesores no se plantean solo los resultados en su asignatura, sino que la cuestión decisiva para ellos es siempre la de "¿qué podemos hacer en el aula para ayudar a que los estudiantes aprendan para la vida?". Están vivamente interesados en el crecimiento personal de sus estudiantes y en qué pueden hacer ellos para lograr ayudarles en ese proceso.

          Con frecuencia los jóvenes se sienten más sensibles ante los problemas vitales que aquejan a la sociedad en la que viven y a menudo anhelan implicarse personalmente en su resolución. Misión de los profesores es fomentar esos deseos, encareciendo a la vez el estudio riguroso de los problemas, favoreciendo que se preparen adecuadamente para que cuando tengan responsabilidades en la vida social puedan llegar a resolverlos eficazmente. Déjenme que les recuerde lo que san Josemaría decía justo antes de las palabras suyas que cité más arriba:

          "Si por política se entiende interesarse y trabajar en favor de la paz, de la justicia social, de la libertad de todos, en ese caso, todos en la Universidad, y la Universidad como corporación, tienen obligación de sentir esos ideales y de fomentar la preocupación por resolver los grandes problemas de la vida humana. Si por política se entiende, en cambio, la solución concreta a un determinado problema, al lado de otras soluciones posibles y legítimas, en concurrencia con los que sostienen lo contrario, pienso que la Universidad no es la sede que haya de decidir sobre esto. La Universidad es el lugar para prepararse a dar soluciones a esos problemas".

          Para poder llegar a acometer con eficacia los problemas que afectan a la sociedad, un elemento importantísimo de la formación de los estudiantes es que en los años universitarios aprendan a convivir cordialmente con personas de distintos pareceres y de procedencias sociales muy diversas. El que la universidad sea efectivamente "casa común de estudio y amistad" es con seguridad el mejor modo de prepararse para servir a los demás en el futuro y aportar así lo mejor de uno mismo a la construcción de la sociedad.

          John H. Newman en The Idea of a University remarcaba que el crecimiento personal ha de estar enraizado en un espacio común como el de la universidad en el que el intercambio de bienes espirituales entre estudiantes y profesores no solo es posible, sino que es positivamente promovido. Frente al individualismo competitivo y a la mercantilización de la universidad —que ocurría entonces y sigue ocurriendo ahora lamentablemente— para Newman la universidad ha de ser verdaderamente una alma mater, una madre nutricia que conoce a sus hijos uno a uno y no una fábrica de titulados.

          Cuando profesores y alumnos se escuchan unos a otros, leen unos mismos textos y los interpretan conforme a una racionalidad compartida crean un espacio en el que el conocimiento y el amor crecen. "Un sistema académico sin influencia personal de los maestros sobre los alumnos sería un invierno ártico —escribe Newman en Historical Sketches (III, 74)—. Haría una universidad congelada, petrificada". Durante los años universitarios es esencial el asesoramiento personal, el trato afectuoso, confiado e inteligente de profesores y alumnos, la conversación cordial y la convivencia libre entre los estudiantes de forma que puedan aprender unos de otros y ensanchar así su mente y su corazón en favor de la humanidad.


3. Amor a la libertad: Dios en la universidad

          Recordemos las últimas palabras del texto de san Josemaría que elegí como marco de mi lección: san Josemaría se refería a la universidad como "lugar donde deben convivir en paz personas de las diversas tendencias que, en cada momento, sean expresiones del legítimo pluralismo que en la sociedad existe". He abordado ya varios aspectos relativos a la convivencia cordial de quienes componen la universidad, pero apenas he dicho nada sobre el pluralismo. Lo haré ahora con cierto detenimiento y profundidad.

          Todos advertimos con claridad que en este mundo global nos encontramos en una sociedad que vive en una amalgama imposible de un supuesto fundamentalismo cientista acerca de los hechos y de un escepticismo generalizado acerca de los valores. Se trata de una mezcolanza de una ingenua confianza en la Ciencia con mayúscula y de aquel relativismo perspectivista que expresó tan bien el poeta Campoamor con su "nada hay verdad ni mentira; todo es según el color del cristal con que se mira" (Obras poéticas completas, Madrid, Aguilar, 1972, 148).

          Hablar de la verdad, así sin adjetivos, o decir que quienes nos dedicamos a la universidad buscamos la verdad es considerado a menudo como una ingenuidad. Sin embargo, las diversas ciencias que se enseñan en la universidad recogen las distintas tradiciones de investigación de acuerdo en cada caso con el objeto de la disciplina y con su metodología específica. De ordinario, dentro de cada ciencia hay unas verdades consolidadas y otras que quizá son solo más bien probables o hipotéticas: son el mejor resultado alcanzado hasta ahora por la investigación. Incluso a veces hay opiniones o teorías diversas sobre algunas cuestiones y todas ellas han de ser estudiadas y sopesadas debidamente.

          Defender el pluralismo no significa afirmar que todas las opiniones son verdaderas —lo que además resultaría contradictorio—, sino más bien que ningún parecer agota la realidad, esto es, que una aproximación multilateral a un problema o a una cuestión es mucho más rica que una limitada perspectiva individual. Como pone el poeta Salinas en boca del labriego castellano: "Todo lo sabemos entre todos" (Ensayos II, 169). Las diversas descripciones que se ofrecen de las cosas, las diferentes soluciones que se proponen para un problema, reflejan de ordinario diferentes puntos de vista. No hay una única descripción verdadera, sino que las diferentes descripciones presentan aspectos parciales, que incluso a veces pueden ser complementarios, aunque a primera vista quizá pudieran parecer incompatibles.

La convicción de que muchos asuntos no tienen soluciones unívocas estaba firmemente anclada en la cabeza y el corazón de san Josemaría. "No me olvides —dejó escrito en Surco, 275— que, en los asuntos humanos, también los otros pueden tener razón: ven la misma cuestión que tú, pero desde distinto punto de vista, con otra luz, con otra sombra, con otro contorno". Con extraordinario sentido común, mostrando la mano ligeramente recogida preguntaba a su interlocutor si era cóncava o convexa: "Un objeto que para unos es cóncavo, para otros es convexo os he repetido con frecuencia. Son muchas las cosas que dependen del punto de vista, y es necesario que esos puntos de vista, que esas verdades parciales, se vayan sumando para llevarnos paso a paso a una amigable conversación constructiva, que se extiende a través de las generaciones y conduce a profundizar en la verdad" (ABC, Madrid, 17.V.1992).

          No todas las opiniones son igualmente verdaderas, pero si han sido formuladas seriamente en todas ellas –como sostenía santo Tomás de Aquino (cf. I Dist. 23 q. I a. 3)— hay algo de lo que podemos aprender. No solo la razón de cada uno es camino de la verdad, sino que también las razones de los demás sugieren y apuntan otros caminos que enriquecen y amplían la propia comprensión. Como ha escrito la filósofa chilena Alejandra Carrasco, "la verdad que se cree no es verdad porque se cree, sino que se cree porque es verdad".

Defender la libertad y el pluralismo como acabo de hacer no aboca a un relativismo escéptico. La defensa del pluralismo se nutre de la fecunda experiencia de que los seres humanos mediante el diálogo abierto, el estudio sosegado y el contraste con la experiencia, somos capaces de ordinario de llegar a reconocer la superioridad de un parecer sobre otros en aquellas cuestiones vitalmente importantes. En este sentido, puede decirse que la universidad es la institución en la que sistemáticamente se busca la verdad, pues aspira desde sus comienzos a adentrarse cada vez más en la verdad en todos aquellos campos en los que la inteligencia humana puede avanzar.

          "La pasión por la verdad —ha escrito mi maestro Alejandro Llano— es radicalmente solidaria. La idea de que se pudiera avanzar en solitario hacia la posesión del conocimiento es una ficción ilustrada y un mito romántico. El verdadero saber se recibe de otros y se entrega a otros, se comparte en una comunidad viva que de continuo ensaya y rectifica, aplica e inventa, arriesga lo ya logrado para abrir una brecha hacia territorios aún por roturar. La Universidad es una escuela de solidaridad". Eso es lo que deseo para esta Universidad que tiene como lema Saber para servir.

          En contraste con esto, cuántas veces las universidades están reducidas en muchos países actualmente a ser escuelas de egoísmo, de exclusivo medro personal o de ascenso en la escala social. Como ha descrito brillantemente MacIntyre, la causa última de esta pérdida del sentido solidario se encuentra muy probablemente en la desaparición del sentido trascendente de la ciencia como efecto del naturalismo dominante y en la paralela eliminación de Dios del escenario universitario. La sistemática eliminación de Dios —y de la consiguiente visión integradora global— de los planes de estudio en tantas universidades ha llevado en muchos casos al abandono de esa búsqueda solidaria de la verdad y a la abdicación del empeño por ayudar a resolver los graves problemas que afectan a la sociedad.

          Debo terminar ya. Quiero hacerlo agradeciendo su generosa atención conmigo y elevando mi oración a Dios para que todos ustedes hagan realidad día a día aquella hermosa aspiración de san Josemaría de que la universidad fuera la casa común, el lugar de estudio y de amistad, el lugar para prepararse a solucionar los problemas de la sociedad y el lugar donde han de convivir en paz  personas tan diversas. Así sea.

          Muchísimas gracias.


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