domingo, 27 de marzo de 2011

PREGUNTAS METAFÍSICAS I

Creo que era Marzo de 1981. Yo estaba dando el examen de Metafísica en la UNSTA. El P. Ferro me hizo la pregunta que hacía a todos: ¿cuál es tu fórmula favorita para la composición metafísica del ente finito? (Se refería a las expresiones de Santo Tomás al respecto). Yo respondí rápido y muy contento: “Deus, simul dan esse, producit id quod esse recipit” (Dios, al mismo tiempo que da el ser, produce aquello que da el ser). El ente sería finito, entonces, porque tiene el ser recibido. Quod esse recipit: alllí está la clave. La finitud es ser creado.
Pero, preguntó Ferro pícaramente: muy bien, pero estás dando Metafísica, no Teodicea (en la tradición tomista del s. XX se estudia habitualmente primero Metafísica y luego “Teodicea”, nombrecito que es otro problemita). ¿Desde dónde has introducido a Dios?
No me acuerdo qué le contesté, pero me he dado cuenta, esta semana, de que hace 30 años que intento contestar la pregunta.

domingo, 20 de marzo de 2011

JAPONESES: VENGAN, ESTA ES SU TIERRA (Ojalá fuera así…)

Reproduzco en esta oportunidad parte de la ponencia efectuada en el Congreso “Católicos y Vida Pública”, CEU, 20 de Noviembre de 2010.

(Sobre el tema de esta entrada, ver también http://gzanotti.blogspot.com/2010/01/el-drama-de-haiti-en-un-mundo-cerrado.html).

“…la crisis internacional del 2008 ha implicado en los EEUU una casi estatización masiva del mercado de capitales, cuando es la propia Reserva Federal la que causó y causa las crisis (1), y han recrudecido en Latinoamérica, antes y después de la crisis, los llamados socialismos del s. XXI. Ante estas circunstancias, no sólo basta recordar la necesidad de las inversiones para la disminución de la pobreza, sino también las condiciones de libertad de entrada al mercado, sobre todo en un mundo supuestamente globalizado pero sin embargo cerrado. Hablamos de solidaridad internacional focalizando nuestra atención en organismos tales como Fondo Monetario y Banco Mundial, pero dichos organismos, al trabajar directamente con los gobiernos, son parte del problema. La cuestión es la libre entrada de personas y de capitales. Ello sí se corresponde coherentemente –aunque no decimos sea la única solución- con la sensibilidad cristiana al emigrante, al refugiado, a los terribles sufrimientos de millones y millones de personas que huyen desplazados por espantosas guerras, genocidios y condiciones infrahumanas de vida. La atención de esas personas, ¿no tiene que ver con la caridad social? Entonces hagamos propuestas posibles y realistas. No parece realista que proclamemos nuestra caridad para con el inmigrante y al mismo tiempo cerremos nuestras fronteras. Pero la libre entrada y salida de capitales y de personas no es una autoinmolación de la propia región. El libre comercio internacional no es un juego de suma cero o negativo, es un sistema donde cada persona, aportando libremente su trabajo al mercado, en igualdad ante la ley y sin los privilegios del estado asistencial, aumenta el nivel de vida de todos, porque toda acción en el mercado, en esas condiciones, es una inversión. Vengo de un país que es prácticamente un desierto de aproximadamente unos 3.700.000 km cuadrados. ¿No sería un acto de verdadera caridad que millones de seres sufrientes encuentren refugio en esa tierra? Pero no, permanece cerrada incluso para sus propios habitantes, porque la opinión pública de gobernantes y gobernados cree que la economía es como una torta fija de recursos que si aumenta para uno disminuye para otro. Pero ello no es así en un mercado abierto a la creatividad de las inversiones en igualdad ante la ley. Por ende, una magnífica oportunidad de conjugar la caridad con la escasez, el don con el mercado, sería decir: vengan, esta es su tierra con sólo pisarla y trabajar, sin privilegios, sin subsidios, en igualdad de condiciones con los demás. ¿No resuena en nuestros oídos que “…no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”(2)? Pues bien, ¿no sería una traslación, aunque opinable, de ese espíritu a nuestro orden social, abrir las fronteras en un libre mercado? Hago estas preguntas porque si hablamos de caridad, y la queremos aplicar al orden social, los laicos debemos ser críticos de las estructuras existentes y valientes en nuestras propuestas concretas, aunque conscientes, por supuesto, que nada de lo que propongamos se deriva directamente del depositum fidei. Pero sí de nuestra sensibilidad cristiana. Millones y millones de seres humanos luchan por sobrevivir en condiciones infrahumanas en regiones destruidas por guerras y autoritarismos de diversas especies. Sabemos de ello pero parece que nada podemos hacer, excepto recurrir a complicados esquemas de ayuda internacional a través de organismos estatistas como los nombrados que parecen eximirnos de nuestra responsabilidad personal para caer en nuevas formas de racionalidad instrumental, mientras se siguen fomentando las ideas de estado-nación y odio al extranjero. Pero no, ya no debe haber extranjero. La mirada al otro en tanto otro, la mirada al otro desde el buen samaritano, implica que el otro es ante todo un ser humano que requiere nuestra mirada de igual a igual. “Para el cristiano –dice Edith Stein- no hay personas extrañas”(3). Pues bien, aunque la intensidad de la caridad de esas palabras no se pueda plasmar en las limitaciones de la ley humana(4), al menos sí podemos hacer que esta última borre las diferencias de fronteras y borre también las nuevas marginaciones y esclavitudes que producen un papel con el sello de “extranjero” colocado por la racionalidad instrumental de los estados-nación.”


Notas:

1) Ver la teoría austríaca del ciclo económico, fundamentalmente en Mises, L. von: The Theory of Money and Credit (1912), Liberty Fund, 1981, y La Acción Humana, (1949), Sopec, Madrid, 1968, caps. XX y XXXI.
2) Ga 3, 28.
3) Citado por Theresa a Matre Dei en su libro Edith Stein, En busca de Dios, Verbo Divino, Pamplona, 1994, p. 224.
4) Nos referimos a estas palabras de Santo Tomás: “. . . la ley humana se establece para una multitud de hombres, en la cual la mayor parte no son hombres perfectos en la virtud. Y así, la ley humana no prohíbe todos los vicios, de los que se abstiene un hombre virtuoso; sino sólo se prohíben los más graves, de los cuales es más posible abstenerse a la mayor parte de los hombres, especialmente aquellas cosas que son para el perjuicio de los demás, sin cuya prohibición la sociedad no se podría conservar como son los homicidios, hurtos, y otros vicios semejantes”.

domingo, 13 de marzo de 2011

LAS LLAVES DEL REINO

El Padre Francisco Chisholm fue un sacerdote católico, escocés, de fines del s. XIX. Su madre era protestante y su padre era católico, y se amaban entrañablemente. Su padre fue asesinado por la intolerancia religiosa y Francisco fue a parar a casa de unos tíos, que lo explotaron miserablemente en unas fábricas cercanas. Fue salvado por un médico “librepensador”, en la época, el Dr. Tullok, agnóstico (lo cual era todo un escándalo en una pequeña ciudad escocesa), de cuyo hijo, Willy, Francisco se haría amigo entrañable.
De ese modo Francisco fue acogido en las amorosas manos de tu tía Polly, quien lo cuidó y se encargó de que fuera a uno de los seminarios menores (equivalente a secundaria) más importantes de Escocia. La vocación de Francisco no estaba asegurada: estaba enamorado perdidamente de su prima Nora.
Pero Nora se suicidó, después de haber sido violada por un miembro de la familia. Francisco siguió en el seminario mayor. La conducta de Francisco en el seminario era peculiar. Uno de los profesores de teología más importantes lo acusó de una extraña desobediencia mental. En otra oportunidad se le ocurrió ir a caminar, digamos que un buen trecho, hasta quedar perdido en la plaza de un pueblo donde una prostituta le dio albergue en la noche. El futuro sacerdote sólo durmió, nada más, y la señora en cuestión le dijo que era muy ingenuo y que sería un fracaso total como sacerdote. Francisco se salvó de milagro de que lo echaran del seminario.
Una vez ordenado, pasó por dos parroquias. En la primera trató de organizar bailes para los jóvenes y la osadía le costó el puesto en la parroquia y una buena pelea con el párroco. En la segunda parroquia, una señorita del lugar aseguró ver a la virgen y todos se pusieron muy contentos. Francisco pasó a saludarla un día y descubrió que había engañado a todo el mundo. Mientras tanto un niño que tenía la pierna gangrenada fue llevado por su madre al mismo charco donde la virgen, supuestamente, había aparecido, y fue curado. Pero de eso sólo Francisco se enteró y no dijo nada. Simplemente se convenció de que la Fe misma era un milagro.
Pero obviamente, la relación de Francisco con el párroco (que tuvo que deshacer todo el espectáculo) no fue nada buena…
Finalmente llegó el momento de su entrevista disciplinaria con el obispo. El obispo había sido el rector del seminario donde Francisco había estudiado y era el único que lo entendía. Le preguntó cómo andaba el negocio de los bailes y el des-ocultamiento de falsos milagros, al mismo tiempo que le convidó con un vaso de wisky. Se rió de todo ello mientras Francisco sólo hablaba de sus fracasos. El buen obispo le dijo a Francisco que, simplemente, su modo de estar en la Iglesia era como el de un gato que camina por la nave lateral mientras escucha un sermón aburrido… Y a continuación le ofreció ser misionero en China.
Francisco llegó a China y se encontró que la misión anterior había sido arrasada por una inundación y por las mentiras. El sacerdote anterior se había dedicado a “convertir” repartiendo arroz y cuando el edificio de la misión cayó en desgracia los “fieles” se fueron a comer arroz a otra parte. Sólo encontró una choza medianamente en pie.
Allí, en condiciones paupérrimas, intentó hacer lo que pudo, pero la soledad y el rechazo de los lugareños fue el resultado. Se enteró sin embargo de que en las montañas, muy lejos, había un grupo de “cristianos sin el arroz”. El sacerdote caminó días y días y los encontró. Era una comunidad que mantenía la fe bajo las formas restantes de una liturgia que habían aprendido de un misionero del siglo XVI. Francisco los catequizó de vuelta, pasó unas semanas muy felices y volvió a la misión junto con José, un joven ayudante.
Excepto por la valiosa compañía de José, las cosas no mejoraron allí. Willy Tullok, ya convertido en médico, le envió por correo unas cuantas cosas para ejercer los primeros auxilios y el sacerdote puso un dispensario. Su sentido común y la higiene elemental hicieron milagros. El mandarín del lugar, el señor Chia, lo mandó llamar porque su hijo estaba muy enfermo. Si Francisco fracasaba, adiós Francisco adiós. El sacerdote rezó (causa primera), tomó en sus manos un bisturí (causa segunda) e hizo salir toda la infección de su brazo casi gangrenado. El niño se recuperó.
Todo siguió igual hasta que semanas después el mismo señor Chia se presentó en la humilde choza del sacerdote. El sacerdote pensaba que iba a agradecerle. No estaba equivocado del todo, pero el mandarín lo iba a hacer a su modo: le dijo que se convertiría al cristianismo como agradecimiento, y que con ello toda la región se convertiría al cristianismo.
Pero Francisco le dijo que no, que la conversión debía ser por fe, sólo por fe. La fe no por alguna condición sino por sí misma (¿a alguien le hace acordar a algo?).
El mandarín no entendía mucho, y José no paraba de advertirle a Francisco que estaba rechazando a un mandarín. Pero así fue.
El mandarín se marchó pero al poco tiempo volvió. Y le dijo a Francisco que le donaba parte de sus tierras para edificar el edificio de una nueva misión, con todos los recursos que hicieran falta, con la única condición de poder circular libremente por su jardín.
Esta vez Francisco dijo que sí.
Así, poco a poco, la misión católica comenzó a crecer de vuelta, aunque lentamente, porque Francisco no aceptaba cristianos por el arroz.
Llegaron tres monjas, una alemana, otra francesa y otra belga. Una de ellas, la Madre María Verónica, no se llevó muy bien con el sacerdote, pero se las ingeniaron para trabajar juntos. Pero llegó la Primera Guerra y… Estalló la guerra entre ellas. Francisco soportó sus peleas hasta que un día, muy enojado, les advirtió de lo perverso de la guerra. Que los cristianos no debían involucrarse y que sería preferible que en Europa los católicos recibieran la orden religiosa de desertar y no matar.
María Verónica le recordó, sutilmente, que un generalucho del lugar amenazaba hace rato con invadir la ciudad y destruir la misión, y que entonces qué iba a decir.
Mientras tanto la famosa tía Polly había llegado a vivir con su sobrino en la misión y en el peor momento de tensión le dijo a su sobrino que quería probarle un gorrito para cuando llegara el frío. Francisco le agradeció pero le dijo cómo podía preocuparse por eso mientras un loco del lugar amenazaba con volar la misión en mil pedazos. La tía Polly le dijo que con preocuparse no ganaba nada y que además él velaba por todos.
Francisco fue a ver al teniente de la delegación de la ciudad. El teniente le ofreció al sacerdote participar en una expedición para volar el cañón del ocasional psicópata peligroso del lugar. Francisco aceptó. De repente, con su total inexperiencia, se vio envuelto en una balacera total donde los soldados del buen teniente comenzaron a ser masacrados mientras las balas bailaban a su alrededor. Francisco tomó un leño con fuego y con puntería espectacular lo arrojó sobre la pólvora que rodeaba al cañón del general enemigo. Chau psicópata y su gente. Francisco despertó con una pierna rota y un teniente chino que le decía que se haría cristiano ante otra cosa así. Francisco nunca solucionó el conflicto de su acción. La misión sobrevivió, aunque le volaron gran parte de la iglesia.
Poco tiempo después, llegó la peste. La gente moría y los cadáveres se acumulaban en las calles. Como parte de una misión humanitaria llegó Willy Tullok, el amigo médico agnóstico del sacerdote. El teniente del lugar, Willy, las monjas y Francisco lucharon días y días contra la peste.
Al final, la peste cedió, pero Willy se contagió y cayó enfermo. A los pocos días, murió. Murió con las manos Francisco entre las suyas, con su fe en su no fe. Se negó a recibir los sacramentos.
Luego de un tiempo, Francisco recibió la visita del inspector de misiones en el extranjero, el Exmo. y Reverendísimo Monseñor Anselmo etc. Anselmo, que no era San Anselmo el teólogo, había sido compañero de seminario de Francisco. Comenzó a sacar fotos del lugar y a preparar su próxima conferencia. Le reclamó a Francisco su baja cantidad de conversos y le explicó que con un salario X para dos catequistas más, tantos bautismos le saldrían tantos dólares chinos por mes. Le explicó que no iba a lograr nada así mal vestido y que debía impresionar más a los demás señores ricos del lugar. Y luego organizó una cena con las monjas donde reclamó a José una buena botella de vino.
La madre María Verónica vio lo peor de sí misma en la figura de Anselmo. Entró en crisis, y lloró profundamente. A la noche, luego de la visita de Anselmo, Francisco rezaba en lo que quedaba de la iglesia. La monja se acercó al sacerdote y le pidió perdón. Lo mejor de sí misma emergió y una luz de alegría brilló en el corazón del sacerdote: “¿así que usted no me odia?” No, dijo la monja, y prometió escribir a su hermano, en Alemania, para reconstruir la iglesia. Y sí, siempre las iglesias se reconstruyen cuando el odio se acaba.
Hubo después un período de paz. Un día, mientras Francisco arreglaba el jardín, María Verónica vino preocupada. Le comunicó la llegada, a la misma ciudad, de una misión metodista norteamericana, llena de recursos y un matrimonio de misioneros. Uno de ellos, el esposo, el Dr. Fiske, era médico.
Apenas había terminado la primera guerra. El Vaticano II no había llegado. Francisco meditó unos días. Y entonces se puso la única sotana digna que tenía, su sombrero, el paraguas que le había regalado su querido obispo y… Fue a saludar a la misión protestante.
En el camino se encontró con el señor Chia, quien le dijo que recordaba muy bien lo mal que había sido tratado el sacerdote cuando llegó. Le dijo además que bastaba un chasquido de sus dedos para que los nuevos misioneros tuvieran que volverse por donde vinieron.
Francisco le contestó que no, que cada uno debía practicar su fe según su conciencia.
El mandarín respondió: “increíble”.
Fiske, su mujer y el sacerdote se hicieron amigos, aunque a veces discutían arduamente de teología. Los enfermos de la misión católica se atendían en la misión protestante y luego Fiske los mandaba de vuelta. Una vez alguien de la misión católica se quiso quedar en la protestante porque estaba más cómodo. Había más comida, menos frío y medicina accesible. El Dr. Fiske lo mandó de vuelta con una nota: “El portador es un mal católico, pero como protestante sería aún peor”. Post data: “Puede seguir enviando a sus enfermos. No recibirán sugerencias sobre la falibilidad de los Borgia!”. Francisco estaba conmovido. “Bondad y tolerancia: con esas virtudes, qué hermosa sería tu tierra, Señor”.
En medio de todo eso, María Verónica anunció que debía volver a Alemania. Su hermano había muerto en el campo de batalla.
El sacerdote acompañó a la monja hasta el pequeño puerto del lugar. Ella lo miró profundamente a los ojos, le dio un apretón de manos y le dijo “Querido… Querido amigo… No lo olvidaré nunca”.
El tiempo transcurrió.
Un día el Dr. Fiske, su mujer y el sacerdote decidieron salir a pasear, lujo que Francisco nunca se daba. O sea, a caminar extra muros por allí. Ok. Pero fueron atrapados y torturados varios días por el general que había intentado destruir la misión. Lograron por milagro escapar pero el Dr. Fiske no resistió, y murió. Rezaron juntos hasta el final. Francisco sobrevivió pero sintió que su vida llegaba a una vuelta de página.
Llegó como era natural una orden desde Escocia para que regresara. Dos jóvenes y modernos sacerdotes lo reemplazarían.
Los días subsiguientes pasaron nostálgicamente. Francisco recorría su misión en la que había soñado morir. De repente escucha los pasos de su amigo, el señor Chia, el mandarín.
Iniciaron una amable y nostálgica conversación. El mandarín, como casi todos los orientales, nunca decía las cosas directamente. Fue manifestando lentamente lo mucho que iba a extrañar al sacerdote y al jardín. E inesperadamente aludió, no sin cierta incomodidad, a la vida en el más allá. Y le dijo al sacerdote que estaría encantado de entrar al cielo por su puerta.
Francisco, que la principio no se daba cuenta, finalmente advirtió, sorprendido, lo que Chia le estaba planteando. Entonces, fiel a sí mismo, le preguntó al mandarín si lo estaba haciendo por amistad o por fe. Y la respuesta fue: por amistad y por fe. Que ambos eran hermanos y que su señor, por consiguiente, tenía que ser el de él. Y que entonces quedaría tranquilo, sabiendo que un día sus almas se encontrarían en el jardín de nuestro Señor.
El sacerdote respondió: vamos a la iglesia…
La despedida fue muy diferente a la llegada. Estaba todo el pueblo, las autoridades, las monjas, los nuevos sacerdotes, el señor Chia con su hijo y su familia, y José, que rodeado por todos sus hijos intentó sacar un discurso de su memoria para luego terminar diciendo las palabras que salieron de su corazón.
El sacerdote dio su última orden:
“Doble ración de miel para los niños”.
El coro de la misión cantó su himno favorito. Intentó decir algo pero las multitudes y los discursos no eran su especialidad. Sencillamente con voz quebradiza los bendijo y sus ojos humedecidos dijeron lo que faltaba.
La llegada a Escocia fue difícil. Tuvo que luchar para que su amigo Anselmo, ahora el gran obispo del lugar, le diera una parroquia en su ciudad natal. La hija de Nora había muerto también y el sacerdote tomó bajo su cuidado a su hijo Andrés.
Los feligreses no entendían muy bien a este viejo sacerdote con aspecto oriental. Decía y hacía cosas raras. Una vez dijo: “Cristo fue un gran hombre, pero Confucio tenía mejor sentido del humor!!!!!”.
Y las finanzas de la parroquia eran un desastre total.
Los comentarios no tardaron en llegar al Obispo, quien tuvo que enviarle un inspector. Amablemente trató, este último, de convencerlo de que estaría mejor en una casa de ancianos para sacerdotes, pero Francisco contestaba que estaba mejor en la parroquia, cuidando de Andrés y yendo a pescar de vez en cuando.
El visitador oficial tenía su decisión casi tomada, pero la noche antes de partir se desveló leyendo el diario de vida del sacerdote, que éste había escrito con el solo propósito de anotar sus recuerdos.
A la mañana siguiente, todo había cambiado. Los aires de condena habían desaparecido. El sacerdote estaba sorprendido. ¿”Así que no le dirá nada contra mí al Obispo?”. “Nada”. “Ha sido un honor conocerlo, Padre Chisholm…”.
No sabemos muy bien si Francisco entendía o no lo que sucedía. No importaba. Como si nada sucediera, tomó la mano de Andrés, la caña de pescar, y le comentó lo bueno que era Dios, que había hecho los peces.

Muchos lectores se preguntarán por qué no habían escuchado antes hablar del Padre Francisco Chisholm. Es que Francisco es el personaje de una novela, “Las llaves del Reino”, escrita por A. J. Cronin y publicada en 1941, antes del Vaticano II (1965). ¿Entonces no existió? En cierto modo, no. Pero, ¿qué importa? En una novela lo importante es el pacto de lectura y la verdad está no en la existencia de los personajes, sino en los símbolos y en los significados que el autor quiere dar al lector. Y en ese sentido hay más verdad en esta novela que en la biografía de muchas personas que existieron e hicieron sufrir a millones de personas.
Yo no he leído más que 4 novelas en mi vida, lamento decirlo (las otras fueron La Cuidadela, Los Verdes Años y El Cardenal). Cero en literatura, ok. Pero esta la he releído millones de veces, la abro en cualquier página y me sumerjo en un mundo embriagante de bondad y valentía. La leí por primera vez cuando tenía 12 años y conformó gran parte de mi concepción del mundo.

domingo, 6 de marzo de 2011

REFLEXIONES FINITAS SOBRE LO INFINITO

Si yo no he entendido mal a Ignacio de Marinis, y si Ignacio no ha entendido mal a Hegel, parece que Hegel dice que (mediaciones hermenéuticas……………….) un infinito limitado por lo que “no es” infinito, o sea lo finito, es contradictorio, y que por eso lo infinito abarca a lo finito. O sea, un in-finito que “no sea” lo finito es finito y por ende….

Muy importante objeción. Pero si Gadamer tiene razón, yo no puedo salir de mi horizonte para ubicarme en el horizonte de Hegel como si mi horizonte no existiera. Puedo, sí, intentar una fusión de horizontes (terminología de Gadamer); en mis términos, que ya agregan, “intersección de horizontes”.

Y mi horizonte es el de un judeo-cristiano que entiende al Dios de Israel como creador y al mundo como lo creado, y desde la síntesis razón-fe de Santo Tomás, Dios es infinito y el mundo es finito. Dios abarca al mundo, sí, pero no como siendo mundo, sino como causa del mundo, una causa que lo penetra, porque lo sostiene en su ser, pero no se confunde con lo creado.

Desde ese horizonte puedo entender que la objeción de Hegel nos pone en los límites del lenguaje (Wittgenstein). Desde Santo Tomás deducimos que hay una causa de lo finito que no puede ser ella misma finita, y entonces, vía negación, la llamamos in-finita. Pero no porque la conozcamos en su esencia, o no porque primero concibamos lo infinito y luego lo finito, sino porque la deducimos como lo no-finito. No la imaginamos, no la concebimos, la deducimos. Y ello abre el diálogo con toda la metafísica cristiana neoplatónica donde conocemos lo que Dios NO es pero no lo que es…. Pero Santo Tomás agrega también la vía de la eminencia. Porque retoma la vía de la participación. Dicho de manera menos técnica, lo finito se acerca a lo que es eminente. Por ejemplo, Marta Argerich toca Chopin de manera perfecta, eminente. Si yo fuera su alumno, yo podría acercarme asintóticamente a esa perfección sin alcanzarla nunca. Y, claro, Marta Argerich NO sería Gabriel. Pero ese no ser Gabriel no le quita nada a Marta de su perfección o eminencia….

El engaño, los nudos del lenguaje, se produce en nosotros porque nuestro lenguaje es finito. Para hablar de lo infinito debemos ser lacónicos y cuidadosos, casi como un ciego hablando de la luz. Nuestro lenguaje tiende a establecer dos clases: la clase de lo finito y la clase de lo infinito. Y claro, allí se arruinó todo (Santo Tomás y Hegel incluídos). O tendemos a imaginar algo así: lo finito, una línea en el medio y del otro lado lo infinito, que queda, claro, limitado, cortado por la mitad, o sea finito.

“Lo otro de lo finito”, o sea Dios, nos habla con analogías, con metáforas, con parábolas, con sombras que nuestro intelecto pueda comprender. Y la fides quarens intellectum busca la forma de hablar de Dios y entonces toma la analogía de Aristóteles y la aplica al horizonte judeo-cristiano. Eso es Santo Tomás. Pero, nada más :-). Ni nada menos. El lenguaje humano llega a su límite, y es el silencio la distancia entre ese límite y la comprensión de Dios.